Despoblados pero no abandonados: ruta por Urdiales de Colinas y Los Montes de la Ermita

Vista de Urdiales de Colinas y su valle

Abel Aparicio

Igüeña —

Llega el viajero al aparcamiento del último pueblo de la carretera, apaga el coche, abre la puerta y escucha el rumor del agua, un rumor que intuye, le acompañará durante todo el recorrido que une los pueblos de Colinas, Urdiales y Los Montes, en el municipio berciano de Igüeña. Es el primer sábado de Semana Santa, el calor hace pensar en mayo, aunque sea marzo, y el único pueblo habitado oficialmente empieza a recibir los primeros turistas y a las hijas e hijos que se vieron obligados a emigrar. Se cuelga la mochila, coge el bastón, llena la cantimplora en la fuente y comienza a caminar.

Los primeros pasos de los veintiún kilómetros del recorrido transcurren por el Camino Olvidado, una vía de peregrinación que desde Bilbao llega a Villafranca del Bierzo para allí unirse con el Camino Francés. Un camino, el Olvidado, que está recuperando la importancia que tuvo y que goza de unos parajes majestuosos, como el que une el Valle Gordo y la Campa de Santiago —epicentro de la película ‘El Filandón’ y que desemboca precisamente en Colinas.

Siguiendo el camino, una señal nos invita a seguir hasta Igüeña o continuar a Urdiales y Los Montes, pueblos despoblados pero no abandonados, y que son el objetivo de esta marcha. Un cartel, desgastado por la climatología y sobre todo por el tiempo, nos obliga a una nueva decisión, Urdiales o Los Montes. La ruta será circular, por lo que el ascenso paralelo al río Urdiales es el camino elegido. La pista es ancha, en continua ascensión y está arreglada. Las vistas que nos regala el paisaje son espectaculares. No se oye nada más que el agua, la cercana y la lejana, ya que el deshielo está en ebullición. Una fuente y un salto de agua dan buena cuenta de ello.

Llegando a Urdiales y bajo el asombro del caminante, seis coches se dirigen a este pueblo, que dista nueve kilómetros de Colinas y que da la bienvenida con una nueva fuente y una zona de recreo. Ante la sorpresa y el motivo del viaje, que no es otro que este reportaje, el viajero se dirige hasta el grupo de los recién llegados, que ya tienen sus tiendas de campaña montadas. “Somos tres entidades, dos gallegas, Cans de Salvamento de Galicia (CA.SA.GA.), la ONG Briegal y la zamorana Acción Norte”. Quien dice esto es Diego Rico, secretario de BRIEGAL y bombero de Ferrol. “Los tres grupos coincidimos en Turquía y en Libia. Desde el primer momento hubo buena sintonía y por eso desarrollamos esta actividad”, incida Rico.

Una actividad de veinticuatro horas que consiste en un simulacro de catástrofe, con labores de búsqueda y desescombro que se lleva haciendo alrededor de veinte años. “Los protagonistas aquí son estos tres perros, que hacen la labor de búsqueda”. Preguntado por qué Urdiales, la respuesta se intuía. “Este pueblo es idílico para el ejercicio. Un pueblo abandonado, con casi todas sus casas en ruinas salvo tres o cuatro que están restauradas”. Sí, realmente parece que aquí ocurrió una catástrofe, y su nombre no es otro que despoblación.

Un recorrido lento, observando todas y cada una de las construcciones incluida la conocida como Casa del Pueblo restaurada en 2011, el río, los pastos que rodean al pueblo y las montañas nevadas del fondo invitan al viajero a quedarse, pero espera el siguiente pueblo, aunque antes de abandonar Urdiales, un vistazo desde lo alto sin mirar el reloj es un regalo solo al alcance del que valora estos rincones.

Un continuo ascenso lleva a la campa que divide los dos valles. Un posterior descenso concluye en unas nuevas ruinas, que sin saber exactamente lo que fueron, todo indica que algún día hubo unos molinos movidos por la abundante agua que por allí desciende. Un arroyo de agua muestra el primer obstáculo de la ruta. Unos troncos que sirvieron de puente, hoy están caídos, pero con algo de pericia, el viajero consigue llegar a la otra orilla. Otro salto de agua y una nueva ascensión que desemboca en el collado nos vuelve a obsequiar con unas vistas espectaculares. El descenso, con fuerte inclinación, nos abre las puertas de Los Montes, pueblo que como Urdiales nos recibe con una fuente y un merendero.

Comer pensando en el puro placer de comer un bocadillo en el monte y en el lo que te rodea, nada más. La semana pasada, el periodista José Luís Sastre hablaba del estrés, de tener siempre la mente ocupada y la constante velocidad que nos imponen y nos autoimponemos. Por otra parte, el grupo Los Chikos del Maíz, en su nuevo tema, hablan del derecho a la pereza. No es mal momento para detenernos un poco y analizar si el ritmo en el que vivimos es el más adecuado.

Terminado el bocadillo y la fruta, tocaba, como en Urdiales, un paseo lento y distendido por el pueblo. En una de las casas rehabilitadas se escuchaba al unísono: “a fregar, a fregar, a fregar”, como resultado de un sorteo. Al ganador no le hizo mucha gracia. Otro de los vecinos me detalló el número de viviendas que contaban con huéspedes en ese día, y el resultado se elevó a seis. En ese momento recordé la sentencia que el Tribunal Superior de Justicia de Castilla y León dicto sobre el empadronamiento de un vecino en este pueblo. Después de varios recursos, la justicia le dio la razón y el Ayuntamiento berciano se vio obligado a inscribirlo en le padrón. En uno de los epicentros de la España Vaciada, el viajero no entiende la negativa a ese empadronamiento, seguro que hay aristas que no se ven, pero de primeras, no parece lógico.

En una de las casas habitadas se encontraba Balbina Crespo Otero, y lo primero que hizo al abrir la puerta fue hablarle al que tenía enfrente de su padre, Benigno Crespo Sauces, el cartero que llevaba la correspondencia de los tres pueblos y que recogía en Igüeña. Balbina indicó el “camino del cartero”, utilizado por su padre y su hermano Horacio, también cartero (al igual que su hijo Benigno, como el abuelo) para ir desde Los Montes hasta Colinas. El siguiente tema fueron las grandes y duraderas nevadas que caían por estos lares. En una de ellas, Horacio no llegaba a casa y se echaba la noche encima. El párroco del pueblo, José Santos Baladrón, salió en su búsqueda, lo encontró aterecido ya cerca de Igüeña, le ayudo a levantarse y lo llevó al calor de la cocina de carbón. Lo siguiente que hizo Balbina fue invitar al viajero a comer, algo que costó rechazar por haberlo hecho ya, pero así fue. Eso sí, un buen número de dulces para el camino y unas gracias sentidas “por preocuparse por lo de aquí” fue lo que se llevó el caminante.

Saliendo de Los Montes tocó atravesar un nuevo puente que ya no lo era, observar imponente el pico Catoute, recorrer casi de punta a punta un bello robledal, atravesar, esta vez quitando las botas y sentir las frías aguas de marzo debido al último puente sin puente y encontrar a la entrada de Colinas a Fidel García Díez, uno de los treinta habitantes permanentes que tiene Colinas. Fidel fue minero, como tantos, y le explica al viajero que este pueblo en verano llega a los ochenta habitantes y que las más joven del pueblo tiene tres años, aún hay esperanza, piensa en voz alta.

Recorriendo Colinas, Culinas en voz de las personas con del camino, el callejero mostraba nombres como Regueiro y Barreiro, propias del asturleonés, al igual que numerosas palabras escuchadas, como uveya, llobu y un largo etcétera. La salida del pueblo está escoltada por la Sede estable de artesanía, uno de los arcos más fotografiados del Bierzo. El viajero su subió al coche despidiéndose de lo primero que escuchó, el rumor del agua, y pensando que en la España Vaciada queda vida con pueblos que aún son y otros que quieren volver a ser.

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