El cocido

Un cocido con su berza, garbanzos, patata, sopa, carnes y relleno; y ,de postre, natillas.

Cada cocido es un mundo. Así zanjaba esta misma semana un compañero de correrías gastronómicas el asunto de las distintas formas de cocinar este ancestral menú compuesto por varios platos, o vuelcos de olla, como dicen los paisanos de cierta edad. Porque no solo existen tantos cocidos como regiones o comarcas, sino que cada familia o cada restaurante también ha acuñado su propia receta. Salvando la maravillosa excepción del cocido maragato, lo normal es que empecemos con una sopa; sigamos con un plato de legumbre, patata y verduras; y terminemos con un último vuelco de carne y embutidos. Además de ser capaz de resucitar a un muerto, nadie puede negar que un buen cocido contiene todos los ingredientes necesarios para una dieta adecuada. Y por supuesto todo ello regado con un buen vino tinto. Comer un cocido con agua mineral o con gaseosa sería como bailar sin música, un bochornoso crimen contra el sentido común.

Antes, cuando los inviernos eran más invierno y las casas no disponían de los modernos sistemas de calefacción que disfrutamos hoy en día, el aporte calórico de un cocido era capaz de calentar cuerpo y espíritu de manera bastante más gozosa que cualquier abrigo super térmico. El fuego, los abrazos y el cocido han explicado mejor que nada y desde siempre el significado de la palabra calor. Según los antropólogos, el origen del cocido estaría situado muy poco después del desarrollo de la alfarería. Nunca se le dará el inmenso crédito que sin duda merece a ese ser humano pionero y lúcido que, sosteniendo una vasija entre sus manos, decidió llenarla de agua, ponerla sobre el fuego y añadir por último la carne que literalmente había cazado esa misma mañana para ablandarla y poderla consumir de forma más placentera. Un titán, un genio nunca bien ponderado que regaló a la humanidad uno de los mayores placeres que existen, el arte culinario.

Todos recordamos aquellas mañanas de infancia en las que te asomabas a la cocina y un olor que alimentaba por sí solo se apoderaba de toda la casa. Aquel era el primer anuncio de la fiesta que se acercaba, un jugoso augurio que ya encendía nuestro apetito y evocaba añorados placeres del estómago. Luego, en las siguientes incursiones a ese territorio que en el pasado solían gobernar madres y abuelas, uno ya podía hacerse con algún pedazo de jamón cocido o de chorizo. Aunque el tesoro más preciado que se podía conseguir en esas expediciones a los fogones era un poco de tocino para extender sobre una rodaja de pan, una de esas delicias gastronómicas cuyo sabor se queda impregnado en tu memoria para siempre. 

El cocido es una promesa que se anuncia con un lío de cazuelas sobre el fuego y con ese aroma que penetra las mañanas de invierno hasta llenarlas de calor doméstico. Su preparación sigue una liturgia escrita por la tenaz fuerza de la costumbre y que culmina uno o dos días después, compartiendo finalmente mesa y viandas con la gente que queremos. En nuestra tierra cocinarlo bien se considera un arte, y comerlo uno de esos nobles placeres cuya magnitud uno empieza a valorar al ir cumpliendo años. Cómo aseguraba otro de esos glotones y entrañables compañeros de mesa y risas durante nuestro último convite: uno ya ha alcanzado esa edad en la que prefiere un buen cocido a un buen polvo.

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