Superemos la derrota

Amanecer en la avenida Ordoño II de León.

Si reflexionamos sobre lo que pasa en el centro de nuestras ciudades, parece que está clara la deriva que llevamos. Peatonalizaron decenas de calles, se suponía, para que las ganase la gente. ¿Verdad? Pues ya habéis visto lo que han tardado en vender esas calles para que las ganen las terrazas y vayamos más apretados y estrechos que nunca.

La cuestión estriba en que a lo mejor tendríamos que reflexionar en por qué hemos perdido esas calles, y cuál es el mecanismo que rige nuestras derrotas. Porque no se trata sólo de calles, sino de espacios, y de movilidad. Como mejor se ve, es hablando de movilidad.

Lo cierto es que esa euforia actual por la movilidad alternativa al coche oculta algo que no nos gusta mirar de frente: que es limpia, molona y ecológica, pero sólo para ciertas clases sociales que se han hecho con la pegatina de representativas a costa del resto.

A mí me parece bien que la ciudad se mueva en bicicleta, en carricoche eléctrico y en patinete, pero me gustaría que fuésemos sinceros: ¿a quién beneficia en realidad la prima o subvención encubierta que se ofrece a estos modos de movilidad?

— Al panadero no.

— A cristalero, tampoco.

— Al que tiene hijos que llevar al colegio o padres que llevar al médico, tampoco.

— Al que no tiene otro vehículo para los días fríos y los días de lluvia, tampoco.

— Al que no tiene un medio de transporte público a una distancia razonable de su casa, tampoco.

El problema no es que lleguemos tarde a una ciudad que ya desapareció: lo duro es que llegamos tarde incluso a la protesta por un espacio propio.

En el fondo, como bien sabéis, los que viven en los pueblos están peor aún y se descacharran de la risa con estas cosas. Derrotados también, entienden que un grupito minúsculo se ha hecho con la captura de las rentas: todo para ellos, dinámicos jovencitos, alternativos y ecológicos, y nada para el resto, los carcas del territorio que no luce. Pero al menos, los de los pueblos, los pocos que aún resisten en el monte, son más o menos libres, hacen más o menos lo que les da la real gana, y se resisten muy eficazmente, con norteña retranca, a las campañas calabobos sobre espacios naturales que no son sino parques de atracciones para urbanitas.

Al final, ya lo vemos: el transporte público era para pobres y los parkings y las calles del centro, para ricos. Eso mismo nos sucede ahora: el centro de la ciudad es para ricos, los suburbios más lejanos y los pueblos, para pobres. pero no hay un puto término medio más allá de una estrecha franja, y ahí es donde se genera la tensión: en gente que no acepta el coste de lo que demanda y que espera que los que vivimos en León paguemos, vía impuestos, una parte de su piso en Madrid. Porque hay que abaratar la vivienda: la de Madrid y Barcelona.

Y lo lamento. No. No puedo pasar por eso.

La única esperanza de mi tierra es que la vivienda en las grandes ciudades se encarezca. Para que regresen los que se fueron. Para que no se marchen los que quedan.

Seguramente yo sea uno más de los que deben asumir aún su derrota. ¡Pero entre tanto, leña al mono y que os pulan! No me queda otra que apoyar al casero. No puedo aceptar la narrativa de que hay que abaratar la vivienda en los grandes hormigueros. No podemos comprar ese cuento. Como el de las bicis. Como el de las calles para la gente. No podemos tragar más milongas.

Hay que superar la derrota de creernos todas sus historias. Es cuestión de supervivencia.

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