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No importa si es cultura

Corrida de toros por el Día de la Hispanidad, en la Plaza de Toros de Las Ventas de Madrid en 2022

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Hay algo en el argumentario del cual tiran siempre los taurófilos que me hace pensar que obran o bien desde la mala fe o bien desde la soberbia; exacerbada, esta última, cuando se viven sacudidas como las de los últimos días. Oímos, pues, que no galardonar con premios a la tauromaquia sería una actuación política “sectaria” e “ideológica”. Como si hubiera política sin idea y sin logos: sin forma, sin palabra, sin razón. ¿El motivo? Porque ningún Gobierno puede decidir si algo es cultura o no; porque el gusto de tantísimos ilustres pintores, escritores y artistas (y citan: Goya, Lorca, Dalí, Picasso, Hemingway, Angélica Liddell…) quedaría anulado y cancelado por medidas tan arbitrarias.

El problema está en que es un falso dilema y una forma de enmarcar el debate en un marco muy poco fértil. Quienes nos oponemos a que las instituciones públicas financien prácticas de maltrato animal no manejamos ideas estrechas sobre lo que entra dentro de esa palabra: cultura no es exactamente sinónimo de arte, como no toda creación es artesanía; no podemos cerrar, así como así, el esfuerzo por definir la cultura. Ningún debate académico o popular lo ha conseguido. La tauromaquia es y ha sido, evidentemente, una manifestación cultural española, como también lo era la damnatio ad bestias que lanzaba en el circo a los condenados a los leones en la Antigua Roma, como lo es la prohibición de las transfusiones de sangre para los testigos de Jehová, o lo era que las mujeres quedáramos relegadas al ámbito doméstico: hechos antropológicos que nos explican o han explicado, como lo son todas las costumbres, rituales y hábitos, y que frecuentemente, una vez extinguidos, si pudiéramos, no resucitaríamos. Pero es que no importa si algo, en este caso la tauromaquia, es cultura; da exactamente igual si es cultura, y lo que era nuestra cultura en un momento dado no tiene por qué seguir siéndolo: la cultura la hacemos y la transformamos.

Los argumentos taurinos fingen que esto no lo ven y que cualquiera que critique la tauromaquia lo hace desde el sesgo o la ceguera. No es verdad: claro que entiendo que Albert Serra encuentre algo bello en las corridas de toros y prepare un documental sobre ellas, o que hermosísimas páginas de la literatura hayan estado dedicadas a la sangre y a la muerte, o que el horror se constituya como experiencia estética; no por ello tengo que querer que esas prácticas culturales me definan, ni a mí ni al conjunto de quienes habitan conmigo una comunidad cultural compartida. Nulla aesthetica sine ethica: ni la experiencia estética ni el placer visual son separables de una visión moral de las cosas, de la consideración sobre cuál es nuestra relación con los animales y con sufrimiento, sobre si tenemos derecho o no a poseerlos como si fueran meros objetos o si debemos otorgarles la dignidad que se merecen. Si pensamos esto último, si creemos que el maltrato no puede estar justificado, tendremos que reconsiderar la legitimidad de prácticas como la tauromaquia, por más que escuchemos a quienes sitúan su experiencia estética por encima de los derechos de otros seres vivos; es decir, por más que oigamos lo que tienen que decir los taurinos. Ver la damnatio ad bestias, estoy segura, también debía ser una experiencia estética impresionante, pero no estoy segura de que nadie quiera recuperar esa costumbre… o, por irnos a ejemplos más recientes, la de las ejecuciones como espectáculo público, por mayor morbo que generaran.

Una sociedad tiene la potestad de elegir lo que premia y lo que prohíbe, lo que subvenciona y lo que fomenta, las costumbres que quiere conservar y aquellas que prefiere queden en un recuerdo. El argumento de la defensa de la tradición es extraordinariamente débil: nada del pasado es bueno intrínsecamente por venir del pasado, como no es bueno el futuro sólo por ser el futuro. Quienes quieran criticar acciones como la supresión del Premio Nacional de Tauromaquia tendrían que hacerlo con la honestidad suficiente como para asumir que lo que afirman, al hacerlo, es que prefieren el apego a su costumbre a la defensa de la vida, que les importa más la idea de arte que han heredado que la muerte innecesaria que la atraviesa. A partir de ahí, sabiendo que estamos en un debate moral y no en uno simplemente estético, quizá podamos conversar.

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