Cuando París era el valle en burón, la jerga de los vendedores ambulantes que dio otra singularidad a Fornela

Ariadna González Blanco y su abuelo materno, Emilio González, en León capital.

César Fernández

París es, en el imaginario colectivo, el lugar de donde vienen los niños. Sin embargo, para los albarderos y vendedores ambulantes de Fornela, la ciudad francesa era el valle en el que nacieron y al que siempre volvían. La conexión entre la capital gala y este rincón en plena encrucijada geográfica al noroeste de la provincia de León, en el extremo norte de El Bierzo, lindando con Asturias y con influencias de Galicia, procede de su uso en el burón, la jerga que los que “salían pur il mundo para ganarsi’l pan” empleaban como lenguaje en clave para comerciar en presencia de forasteros. Y ha servido para titular de manera poética el trabajo resultante de una beca Ralbar de la Universidad de León (ULE) y el Banco Sabadell realizado por una descendiente de la zona, Ariadna González Blanco, que lo ha extendido a otras singularidades como manera de avanzar en la conservación de un patrimonio inmaterial en riesgo de desaparición.

Con raíces familiares fornelas, Ariadna González nació ya en León capital, donde se acaba de graduar en Lengua Española y Literatura por la ULE. Cuando en una clase se enteró de la convocatoria de becas Ralbar (“dar la primera reja de arado a las tierras”, según la Real Academia Española) encaminadas a dinamizar entornos rurales preferiblemente de menos de 2.000 habitantes, comprobó que del que procede su rama materna apenas asoma por encima los 200. Se trata de Peranzanes, el municipio que da forma administrativa al Valle de Fornela. Del 1 de julio al 31 de agosto se puso a rescatar testimonios sobre el burón, pero también sobre el dialecto de una zona con variadas influencias, tradiciones como las danzas ancestrales o diversiones como el juego de naipes denominado truco. Uno de ellos lo tenía bien a mano: el de su abuelo materno, Emilio González. Nacido en mayo de 1941 en la cabecera municipal, responde al arquetipo de fornelo con una particularidad añadida: vendedor ambulante desde chaval, emigró luego (primero a Suiza y más tarde a León) para (ahí viene la singularidad) retomar la venta ya en otras condiciones y contexto.

Hay cosas que por muchos años que pasen no se olvidan. Emilio González tenía 14 cuando se estrenó en la venta de sábanas. Fue en San Clodio (Lugo), donde le cobraban “17 pesetas por noche con cama, cena y desayuno” en una fonda. “Y el primer día gané 65 pesetas”, recuerda con buena memoria sobre los réditos de un oficio que en Fornela podría hundir sus raíces al menos en torno al siglo XVIII. “Me venía en la sangre”, sentencia. Y esa expresión le vale tanto para explicar su profesión como para reconocer que ya sabía burón antes de salir de casa en una familia en la que todos los hermanos varones (hasta seis, aparte de tres hermanas) se dedicaron en algún momento a la venta ambulante. Y aunque por el camino se fue perdiendo el uso del burón y la memoria de su vocabulario, rescata en seguida una palabra como albailis (huevos; de ahí se deriva albailosa: tortilla). “Nos vamos a París”, se decían entre ellos para no ser entendidos por otros comerciantes y compradores cuando, a veces hasta tres meses después de partir, regresaban a Fornela. Un viaje por la memoria de París: recuperación del dialecto de Fornela y la jerga de los vendedores ambulantes se titula, precisamente, el trabajo realizado por Ariadna González.

Emilio González fue ambulante todavía en los tiempos en los que había que salir del valle andando, coger “el tren de la (vía) estrecha (por el ferrocarril minero entre Ponferrada y Villablino)” hasta llegar a la capital berciana y ahí volver a caminar para visitar a los clientes en los pueblos cargado con el farrecu (el paquete en el que portaban la mercancía). Tras un paréntesis para pasar en Suiza por una relojería o una fábrica de muebles y ponerse al frente de un bar en el barrio de San Mamés de León, pasados los 40 años de edad y ya desde la capital leonesa retomó la venta ambulante. Y es que ya se sabe: “Lo llevaba en la sangre”. González siguió vendiendo todo tipo de producto textil. Pero ya lo hacía de forma diferente. “Ya tenía coche”, cuenta al recordarse moviéndose por un radio que iba desde Guardo (Palencia) hasta algunos puntos de la provincia de Zamora pasando por la Montaña Leonesa, el Bierzo Bajo, la Cabrera y Galicia. Con alguna intermitencia en el tiempo, la venta fue su modus vivendi prácticamente hasta la pandemia del coronavirus.  

Con 14 años empezó como vendedor ambulante Emilio González, que tenía que salir del valle andando, tomar un tren y caminar luego otra vez hasta los pueblos. Cuando pasados los 40 retomó el oficio, ya se movía en coche

La biografía de Emilio González pone rostro a la tesis del libro de referencia sobre la materia, El Burón. La jerga de los vendedores y albarderos ambulantes de Forniella, obra de Alejandro Álvarez López coeditada en 2005 por el Instituto de Estudios Bercianos (IEB) y la Academia de la Llingua Asturiana. Originario del pueblo fornelo de Trascastro, Álvarez López sitúa el punto de inflexión en la entrada en escena del coche, si bien limita el primer impacto correspondiente a la segunda mitad de la década de los años sesenta en la medida en que al principio el vehículo se usaba de forma compartida hasta mantener cierta relación social. Ahí comenzó un “declinar paulatino” del burón que se aceleró en los setenta con “la gran oleada de emigración” que fue vaciando el valle con destino a puntos como León capital, Galicia o Asturias y el progresivo uso individual de los coches. La puntilla llegó con la falta de relevo generacional hasta, siguiendo las consideraciones del autor, reducir ya desde los años ochenta a residual la utilización del burón, que era clave en la actividad comercial y también empleado en ámbitos sociales como el bar o la posada.

El uso del burón como herramienta fundamentalmente comercial basada en la complicidad entre los fornelos para no ser entendidos en ciertos momentos del proceso de venta tiene algunos paralelismos que lo emparientan con jergas empleadas en otras zonas como las asturianas del bron (de donde podría venir el nombre) de los caldereros de Miranda, la xíriga de los tejeros de Llanes o la tixileira de los cunqueiros del suroccidente, señala Alejandro Álvarez López, que recoge al final de la obra una lista de casi 250 vocablos tras reseñar que se utilizaba en “indicaciones cortas” más que en frases largas. Y en ese vocabulario afloran influencias del gallego (vergoña, por vergüenza), del asturiano (chumar, por beber), galicismos (arxan, por dinero remitiéndose al argent en francés), arcaísmos (antiparras, por gafas), usos populares (piltra, por cama), otros ingeniosos (morena, por bota de vino) y hasta evocadores: si París era Fornela, Valencia fue, por efectos de la metonimia, arroz.

La actual alcaldesa de Peranzanes, Henar García, puede hacer un relato en cierto modo paralelo al de Emilio González. Única mujer en una familia de cinco hermanos en el pueblo de Chano, vio cómo su padre fue vendedor ambulante y cómo ellos tomaron el relevo. Su progenitor vivió la transición entre los desplazamientos a pie y en tren y el uso del coche particular. Y sus hermanos fueron dejando la venta a medida que se establecieron con sus propios negocios. El oficio era boyante en otro contexto histórico, sin tantas grandes cadenas y con el comercio menos regulado: “Había sitios donde no llegaba el comercio. Y la gente de las aldeas no se movía tanto”. García puede constatar la evolución de mujeres que comenzaron saliendo con sus maridos para hacerlo luego en solitario hasta citar a una que todavía se mantiene activa. Y este verano se ha implicado en ayudar a Ariadna González con la beca Ralbar en un proceso que encierra una paradoja: el afán críptico por naturaleza del burón se convierte en este trabajo en expansivo para dar la mayor visibilidad posible a un valle ultraperiférico tanto en la provincia como en Castilla y León.

Ariadna González encontró en Henar García a una cómplice dispuesta a ofrecerle contactos, gestionar encuentros y desplazarse a los pueblos. Y sus relatos también tienen paralelismos. La regidora, que sabe burón “de oírlo por casa”, se recuerda bajando a estudiar al instituto a Ponferrada. “Parecía que teníamos que sentir vergüenza por ser de pueblo cuando a veces se nos escapaban palabras fornelas”, cuenta al hilo de un trabajo que también aborda el dialecto de un valle condicionado por su ubicación geográfica con influencias del gallego, el asturiano y el leonés y en el que cada una de sus siete localidades conserva giros propios. A la estudiante, criada ya en León capital, el trabajo le hizo recordar secuencias de veranos en la tierra de sus antepasados maternos. “Cuando era pequeña y mi abuela me peinaba el pelo, me decía: ‘Ariadna, cuántos nudos tienes; te tengo que escarpizar bien el pelo’. En vez de desenredar, ella decía escarpizar porque era lo que se hacía con la lana”. Y ante esa expresión, que entonces le sonaba natural, notaba que en León la gente se encogía de hombros.

“Parecía que teníamos que sentir vergüenza por ser de pueblo cuando a veces se nos escapaban palabras fornelas”, dice la alcaldesa de Peranzanes, Henar García, al recordarse de estudiante en Ponferrada

La jerga y el dialecto son la base de un estudio materializado en un vídeo de algo más de 11 minutos de duración con testimonios en el que también se abordan nociones sobre el juego de naipes del truco o las tradicionales danzas. El Valle de Fornela, un entorno de extraordinaria belleza paisajística, tiene estas singularidades (el trabajo también recoge reminiscencias del pasado como la tradición oral vinculada al filandón o particularidades gastronómicas) y otros valores añadidos que su alcaldesa es capaz de resumir en una frase: “Nos educaron en el arraigo”. Y eso va más allá del habitual retorno en masa al valle a cada agosto, sino que se traduce también en una fuerte complicidad a la hora de acompañar a las familias en el último trance: “Los entierros fornelos son impresionantes”.

Ahora la zona padece las consecuencias del progresivo abandono del medio rural con el agravante de la “Transición Injusta” que no se compadece de los mineros que “bajaban andando hasta Fabero”, lamenta la alcaldesa. “La tierra no daba para comer”, reconoce sobre el escaso recorrido de la agricultura que acabó lanzando a la venta ambulante fundamentalmente a los habitantes de Peranzanes, Chano y Trascastro, mientras en otros como Guímara hubo más mineros. Ahora el trabajo de Ariadna González, que se muestra “muy dispuesta” a darle mayor desarrollo, es un arma promocional a la que el Ayuntamiento de Peranzanes le busca encaje, haciendo frente a la escasez de personal municipal, con la idea de que Internet y las redes sociales puedan servir de caja de resonancia.

Un viaje por la memoria de París: recuperación del dialecto de Fornela y la jerga de los vendedores ambulantes es un aldabonazo y, al mismo tiempo, una llamada de atención para que no se pierda el patrimonio inmaterial. Lo ha hecho poniendo el foco sobre el burón, una seña de identidad que, más allá de la dureza de aquellos tiempos de salir del valle a pie con el farrecu al hombro, dejaba anécdotas entre lo divertido y lo embarazoso como aquel día en que dos machacadoris (vendedores; los albarderos eran machilladoris) de Chano se pusieron en una posada a ensalzar los encantos de la dueña hasta que terció su marido. Primero, según se cuenta en el libro de Alejandro Álvarez López, les dio la razón cuando decían que “a sona trovasabi gebri” (“la mujer estaba buena, apetecible”) para, a renglón seguido, precisar y advertir: “Trovasi pa moi, non pa toi” (“Es para mí, no para ti”). Todo se aclaró cuando luego les preguntó si trovaban furnius (“si eran fornelos”). Y así el burón, que normalmente servía para cerrar un trato, valió aquí para deshacer un entuerto. 

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