La suerte de la pelota

Pelota de fútbol.

El Mundial de fútbol que se está celebrando en Catar llega su fase más decisiva este fin de semana y el planeta seguirá hipnotizado por los infinitos destinos que pueda tener una caprichosa pelota de cuero. Una esfera pateada y zarandeada hasta la extenuación por musculosos soldados, y cuya voluble trayectoria sobre el verde campo de batalla escribirá la victoria o el lamento final en cualquiera de esas contiendas que tan ocupados nos mantienen estos días.

Por lo visto, además de la aplicación de las fuerzas que originan el deseado desplazamiento de la pelota, son muchos los factores físicos que influyen en su movimiento: forma, aire, volumen, presión, temperatura, material, textura… Esto puede sonar muy científico y está muy bien. ¿Pero... y la suerte? ¿Qué papel juega la suerte? Como escuchamos decir a una voz en off al comenzar Match Point (2005), la cinta de Woody Allen: “Aquél que dijo más vale tener suerte que talento, conocía la esencia de la vida. La gente tiene miedo a reconocer que gran parte de la vida depende de la suerte, asusta pensar cuántas cosas escapan a nuestro control”. En un partido de fútbol hay momentos en que la pelota golpea en el poste, o en un defensor, y durante una fracción de segundo puede dirigirse hacía dentro de la portería y ganas, o no lo hace y pierdes.

¿Suerte o causalidad? Acudamos a la filosofía para intentar salir de este prescindible y pretendidamente intelectual embrollo. Por un lado tenemos la corriente determinista que postula, a grandes rasgos, que cualquier acontecimiento, mental o físico, siempre responde a una causa. Así, todos los sucesos que escriben el destino de un partido responderían a un guión predeterminado e inalterable. La teoría de la aleatoriedad defiende todo lo contrario: nada es previsible y el presente siempre estaría condicionado por la intervención del azar. Son dos doctrinas que enfrentan la complejidad del mundo desde ópticas absolutamente contrapuestas, e igual de limitadas en su afán por encerrar dentro de un axioma los infinitos porqués que condicionarían el resultado final de nuestro partido.

Todas esas pequeñas acciones que cada jugador ejecuta, las más de las veces de forma inconsciente, transforman inexorable y constantemente el presente en pasado; transcienden el tiempo, los 90 minutos de juego. Las respuestas a cómo y por qué lo hacen se antojan demasiado inabarcables para ser explicadas desde la naturaleza quieta de un teorema. Necesitan el vasto espacio de los grises, ese territorio inexplorado que cabe en los incontables azares de una pelota que calza un perímetro de entre 68 y 70 centímetros.

Lo único seguro es que a la mayoría de futboleros que estamos siguiendo con pasión las venturas de nuestro equipo nos importan un bledo todos estos sesudos intangibles, que lo único que deseamos es que ese vapuleado balón acabe en el fondo de la portería rival. Porque la belleza del juego consiste precisamente en la ausencia de intelectualidad, en la incertidumbre absoluta sobre lo que va a suceder un instante más tarde, en la imprevisible explosión estética que precede al ansiado gol, en la maldita o bendita suerte que pueda llegar a correr la dichosa pelota.

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